COETZEE, diario de un mal año

Nacemos súbditos. Desde el momento en que nacemos somos súbditos. Un distintivo de esa condición es el cetificado de nacimiento. El estado perfeccionado detenta y protege el monopolio de certificar el nacimiento. O bien te dan el certificado del estado (y lo llevas contigo), con lo que adquieres una identidad que durante el curso de tu vida le permite al estado identificarte y seguir tu rastro (dar contigo), o bien vives sin identidad y te condenas a vivir fuera del estado como un animal (los animales no tienen documentos de identidad).
No sólo no puedes ingresar en el estado sin certificación: para el estado no estás muerto hasta que se certifica tu muerte; y sólo puede certificar tu muerte un funcionario que, a su vez, detenta una certificación del estado. El estado procede a la certificación de la muerte con extraordinaria meticulosidad, como lo pureba el envío de un gran número de científicos forenses y burócratas para inspeccionar y fotografiar y manosear y empujar la montaña de cadáveres humanos que dejó tras de sí el gran tsunami de diciembre de 2004, a fin de establecer sus identidades individuales. No se repara en gastos para asegurar que el censo de súbditos esté completo y sea exacto.
Que el ciudadano viva o muera no es algo que preocupe al estado. Lo que le importa al estado y su registros es saber si el ciudadano está vivo o muerto.